jueves, 23 de agosto de 2018

El autobús del cementerio



Joaquín siempre realizaba el mismo recorrido cuando salía del trabajo, que era casi siempre. Se subía al autobús en la avenida más grande de la ciudad y luego se bajaba a cuatro manzanas de su casa. El trayecto era tranquilo, a veces lidiaba con algunos perros callejeros que se amontonaban en los pipotes de basura, pero nada más. En las cuatro manzanas desde la parada hasta donde se encontraba su apartamento también había un cementerio, el más viejo de la ciudad, famoso porque alberga los restos de personajes ilustres y no tan ilustres de la ciudad. En aquel lugar no hay zonas grises: o eran maleantes o eran estrellas de la música, por ejemplo.

Cuando salió de la oficina a los dos menos cuarto, bastante tarde porque quiso preparar la reunión del día siguiente con unos empresarios asiáticos, tuvo que esperar por más de media hora el autobús: a altas horas de la noche es cuestión de tener suerte, o no, pues puede que llegues a la parada y el autobús esté al llegar o se haya ido hace minutos. A Joaquín le pasó la primera opción.

Una vez que se montó, observó al chofer, era un tipo bastante mayor y, dentro del autobús, encontró más gente de lo habitual. Lo más extraño es que ninguno era de esos jóvenes que se pasan de beber ni personas que trabajan por turnos, sino que eran personas con parecidos idénticos a quienes se encontraban en el cementerio.

Joaquín pensó que las horas sin dormir le estaban jugando en contra, pero sucedió algo más extraño todavía. El autobús tomó otra ruta y parecía que iba justo en dirección a su casa como si el chofer supiera en donde vive. Se alegró porque no tendría que caminar pero cuando pasa justo por el cementerio se detiene. Los pasajeros se levantan y caminan lentamente hacía Joaquín. Lo acorralan, él intenta empujarlos, pero se multiplican. Eran muertos vivientes y lo asfixian hasta que no puede respirar más.

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